Cultura
Ilustración Luis Galdámez
José Miguel Benítez Casteleiro. Primera entrega
Espacio Revista
Enero 24, 2025
José Miguel es un periodista español nacido hace 67 años en la localidad gallega de Ferrol (A Coruña). Ha vivido 17 años en Centroamérica (a la que considera su segunda madre, y en donde han nacido sus hijos), en la que ejerció como free lance y en donde colaboró con diferentes medios locales.
Ha sido corresponsal en Andalucía (España) de la Agencia Efe. Es colaborador habitual de la revista Carrer (Calle) de Barcelona.
En los años 90 del siglo pasado, fue consultor de diferentes programas de la Unión Europea en Centroamérica: Programa de reinserción productiva de lisiados de guerra (El Salvador); Programa de apoyo a la reinserción de los Ex-Combatientes de la URNG a la vida civil (Guatemala); Programa de apoyo al desarrollo de los pueblos indígenas y negros de Centroamérica (con sede en Panamá).
Desde su regreso de Centroamérica vive en Barcelona, su ciudad fetiche y a la que siempre vuelve, y a la que gusta definir con las palabras que le dedicó Cervantes en El Quijote: «archivo de cortesía, albergue de los extranjeros… y correspondencia grata de firmes amistades, y en sitio y en belleza, única».
Es activista del movimiento de solidaridad internacional con Centroamérica, en los años 80 y 90 del siglo pasado.
Homenaje a Monterroso
Al abrir la puerta, se dieron cuenta de que el monstruo no era yo.
Otra vez será
Me dirigía al Mercado de San Miguelito, en el centro de San Salvador, para comprar unas macetas para mis plantas. Caminaba distraído por la Avenida Monseñor Romero, cuando al llegar al cruce con la Avenida 5 de Noviembre, sentí que alguien me llamaba desde la esquina contraria. Allí, apoyada en la pared, vi a una mujer morena, de labios carnosos y ojos grandes, con un vestido blanco que realzaba su esbelta figura. Ella me sonreía descaradamente, sin decirme nada, pero diciéndomelo todo con aquellos ojos. Era realmente hermosa. No pude dejar de mirarla hasta que nos perdimos de vista. Al llegar al mercado, caminé un rato curioseando distintas paradas, cuando, al girar a la izquierda, la volví a ver. Estaba en una tienda de piñatas. Me seguía sonriendo y con la mirada pareció que me decía que me acercara. Al llegar a su lado, me ofreció una piñata que tenía un innegable parecido conmigo. No podía creerlo. No me pude resistir y la compré, aunque no sabía muy bien qué iba a hacer con ella, salvo guardarla en un rincón de mi casa. Al pagarle, rocé su mano. Di un respingo. Estaba helada. Contrastaba totalmente con el fuego que desprendía su mirada. «¡Nos vemos en un rato!», me dijo. ¡Ojalá!, pensé yo.
¡Pero allí estaba de nuevo!, ¡mirándome!, aunque
estaba muy cambiada, tenía una mueca de pena profunda y lágrimas en los ojos.
Luego fui a comprar dos macetas y salí. Al ir a cruzar la calle, que era de un solo sentido, miré a la derecha, vi que no se acercaba ningún vehículo y me dispuse a cruzar. Todo sucedió muy rápido. No llegué a pisar el pavimento. La piñata se enganchó en un cable que había enredado en un poste de la luz, y como impulsada por un resorte de ida y vuelta, primero me tiró hacia atrás e inmediatamente se soltó y cayó hacia adelante justo cuando pasaba un vehículo en contra dirección, huyendo de la policía que lo seguía a distancia. La piñata quedó destrozada. Me llevé un buen susto. Desconcertado, pero agradecido porque la atropellada hubiera sido la piñata, regresé por donde había venido. Al llegar al cruce de la 5 de Noviembre, no pude resistirme a mirar hacia donde había visto por primera vez a la esbelta mujer, convencido de no volver a verla. ¡Pero allí estaba de nuevo!, ¡mirándome!, aunque estaba muy cambiada, tenía una mueca de pena profunda y lágrimas en los ojos. Su vestido se había vuelto negro y su tez muy pálida. En la casa sonaba una triste canción de amor de Leonardo Favio: «otra vez será, otra vez será».
STENDHAL
—¡Eh! ¡Eh! ¡Hagan algo! ¿No se dan cuenta? ¡Los están matando!—, grité horrorizado.
Fue inútil, aquella gente seguía en sus tareas, y ni siquiera se giraba a ver cómo aquellos desalmados, con sus largos cuchillos, trataban de matar a aquellos dos frailes. A uno ya le habían clavado el cuchillo a la altura del corazón mientras lo sujetaban por una mano y él, rodilla en tierra, se apoyaba con su otra mano en el suelo. El segundo forajido, con el cuchillo en alto, perseguía al otro fraile, el cual trataba de huir sin demasiadas esperanzas, porque el bandido ya lo tenía sujeto por la capucha del hábito.
—¡Por favor! ¡Ayúdenles! ¿No ven que los están matando?—, volví a gritar, con igual suerte. Veía a cuatro leñadores, que estaban allí mismo, a unos metros apenas del crimen que se estaba cometiendo, y tenían grandes hachas en sus manos. Pero era inútil. Ni siquiera miraban, por fuerza tenían que oír los gritos de las víctimas, pero seguían con sus tareas y hacían como que no les oían. Pero yo insistí por tercera vez:
—¡Socórranles!, ¡por lo que más quieran! ¡Dejen su indolencia, si no quieren ser cómplices del crimen!
Esto es lo que gritaba con todas mis fuerzas, justo antes de que dos guardias me sujetaran cada uno por un lado y me pidieran que me tranquilizara. Los miré con la mirada extraviada, sin entender qué es lo que pasaba, me sujetaban a mí y no socorrían a aquellas pobre víctimas. Cuando les reclamé, entre sollozos, su comportamiento, me pusieron de cara a la escena del crimen y me dijeron:
—Señor, ¿está usted bien? Relájese. Mire bien, esa escena es sólo un cuadro sobre el asesinato de San Pedro Mártir, de Giovanni Bellini, y usted está en el National Gallery, ¿lo recuerda?
Ante mi cara de desconcierto, uno de los guardias le dijo a su compañero: —Otro con síndrome de Stendhal, o es que ha dejado de tomar su medicamento.
Panamá y el Aleph
Al pasar la siguiente página de El Aleph, que había sacado hacía dos días de la biblioteca municipal de mi barrio, vi que alguien había anotado a lápiz el nombre de Ciudad Panamá en la parte superior derecha de la página derecha. Se me quedó grabado. Recordaba de mi etapa como estudiante de periodismo, que ese es el espacio que tiene mayor valor publicitario, por cuanto es en el que se fija antes la mirada del lector.
Seguí leyendo, y diez páginas más adelante, alguien, tal vez la misma persona, había escrito también a lápiz en el mismo espacio, esto es, en el margen superior derecho de la página de la derecha, una fecha.
En ese momento sentí que el que lo había escrito lo había hecho con la intención de que alguien lo leyera. Y a mí comenzó a rondarme la idea, que se convirtió en poco tiempo en obsesión, que lo habían escrito para mí, que alguien me había dejado un mensaje.
Yo nunca había estado en Panamá, ni conocía a nadie que viviera allá. La única relación con ese país era remota. El padrastro de mi padre, que ejerció de abuelo paterno para mi, aunque se murió cuando yo apenas tenía siete años y del que tengo un vago recuerdo, había escapado a ese país durante la construcción de su famoso Canal, huyendo del reclutamiento en España de los jóvenes de familias pobres (las que tenían recursos pagaban para que sus hijos eludieran el alistamiento), para ir a la Segunda guerra de Marruecos, a defender a España, según unos, o los negocios mineros del entonces rey Alfonso XIII, famoso también, según vox populi, por ser un promotor del cine porno, organizando además pases para amigos en el propio Palacio Real.
Pero la fecha escrita en el libro no coincidía con ese hecho. Era una fecha futura. En el momento que leí el libro era el año de 1990, y la fecha era 19 de julio de 1996.
Fuera como fuese, yo ya no pude sacarme de la cabeza la relación de ambas notas conmigo, y me autoconvencí poco a poco de que la persona que había dejado las notas me conocía y sabía que a mí me gustaba la literatura latinoamericana, y que uno de mis autores predilectos era Jorge Luis Borges, del que solía releer sus obras, y concretamente sabía que iba a volver a leer El Aleph, uno de mis preferidos, que citaba a cualquiera que se acercara a mi hablando de literatura. Es más, le había dicho a varias amistades que tenía intención de volver a releerla en breve.
Cinco me mandaron a la mierda diciendo que me iban a denunciar o que iban a denunciar a la Biblioteca por haberme revelado su correo.
Lo primero que hice fue ir a la Biblioteca a averiguar quién había solicitado ese libro antes que yo, con la excusa, intentando no darle demasiada importancia, de que alguien se había dejado una página con notas y un poema en el libro, y que quería devolverla por si la necesitaban. No me quisieron dar esa información, alegando que no lo permitía la normativa sobre privacidad. Lo que sí me dijeron es que ese libro era uno de los más solicitados y que, como tenía poco más de 200 páginas, pasaba muy rápidamente de un lector a otro. También me dijeron que les dejara a ellos esa página por si alguien la reclamaba. Les dije que como me había parecido interesante, la había dejado colgada en el tablón de anuncios que tengo encima de mi escritorio y que se me había olvidado traerla, que ya lo haría otro día.
No me rendí. Violando la normativa, le pedí a un amigo experto en informática que me echara una mano. Él conocía a un hacker que por un precio no precisamente barato, me consiguió el nombre y los correos electrónicos de las últimas diez personas que habían sacado El Aleph de la biblioteca.
Ninguno de los nombres me resultaba conocido. Tuve que descartar pues, que todo se tratara de una original broma de uno de mis amigos, o más bien de alguna de mis amigas, más sutiles e ingeniosas. Decidí abrir un correo nuevo con datos falsos para enviar a todos los correos electrónicos un mensaje diciendo que era un periodista que estaba haciendo un reportaje sobre Borges, y concretamente sobre El Aleph, y les pedía una cita. Tres no me contestaron. Cinco me mandaron a la mierda diciendo que me iban a denunciar o que iban a denunciar a la Biblioteca por haberme revelado su correo, y sólo dos contestaron al correo dejando su teléfono, tal como les había solicitado.
Cuando fui a devolver el libro a la Biblioteca y solicitar otro, no fui bien recibido. Al solicitar el libro y dar mi carnet, la bibliotecóloga que me atendió, era la misma a la que pregunté sobre los lectores de El Aleph, así que, aunque los datos que le habían dado sobre mi falso correo no coincidían con los de mi carnet, para aquella mujer con cara de pocos amigos, sin duda yo tenía algo que ver con la filtración de datos denunciada por cinco socios de aquella biblioteca. No pudo resistirse a preguntarme si esta vez había traído la página que había encontrado en El Aleph. —¡Maldita sea!, pensé, con la cantidad de personal que hay, me ha tenido que tocar la misma bibliotecóloga, ¡y además tiene buena memoria!—. Yo le sonreí de forma bobalicona, y le contesté que me disculpara, que ya me había olvidado del asunto. Estaba claro que no me creía.
El segundo personaje al que llamé resultó ser un fanático de Borges bastante petulante.
Llamé a las dos personas que habían contestado a mi mensaje. El primero me citó en una céntrica cafetería. Pidió un zumo de naranja, un bocadillo de jamón y luego dos cafés con leche con un cruasán. Era un imberbe muchacho que parecía pensar que se trataba de una prueba, y que podía salir en un programa de televisión o en un reportaje de un gran medio escrito. Creo que no le expliqué bien cuando lo llamé. Me habló de algunos relatos que había escrito, y de algunas colaboraciones suyas en revistas de la facultad. Por supuesto, tuve que pagar yo.
El segundo, cuyo nombre he olvidado, resultó ser un fanático de Borges bastante petulante. Me citó en la terraza de un restaurante en el que le conocían, y durante la media hora que duró nuestro encuentro, trató de demostrarme que no había nadie que supiera tanto de «el maestro», como le llamaba a Borges, que él, y además lo hacía elevando la voz, para que todo el mundo lo escuchara, de hecho no paró durante toda la entrevista de hacer señas y comentarios a otros clientes del local y a los camareros. Empezó defendiendo que si bien Ficciones, El Aleph o Historia de la infamia, son las obras más populares, para él lo que de verdad demuestra la grandeza del «maestro» es Prólogo, en donde se incluyen un sin número de prólogos y de artículos escritos por el autor argentino. El tipo no paró de hacer referencia y de exaltar la erudición de Borges, sobre cada uno de los prólogos y artículos incluidos en el extenso libro, parando su perorata de vez en cuando para preguntarme: «¿No es así?» o «estará de acuerdo conmigo, ¿no?», como si yo fuera el escritor argentino, esperando que mi respuesta reafirmara su opinión. Yo, naturalmente, le contestaba con un «ciertamente está en lo correcto», o «muy agudo su comentario, coincido totalmente con usted». La verdad es que mis comentarios no eran escuetos porque yo no tuviera nada más que decir o quisiera cortar ya aquella entrevista por lo sano, sino que es que ¡no me dejaba decir nada más!, inmediatamente él seguía con su interminable exposición. Finalmente, hice como que me enviaban un mensaje urgente y tenía que dejar aquella amena conversación. Él lo lamentó mucho, porque no le había dado tiempo a desmenuzar cada obra y resaltar la importancia del «maestro» en la literatura universal, así como su no menos importante colaboración y conexión con otros autores.
Cuando llegué al hotel, mientras chequeaba vi en el vestíbulo a un indígena que me recordó al de mi sueño. No me quitaba el ojo de encima.
Pagué la cuenta y salí con mucha prisa, no fuera que el experto borgiano encontrara la forma de retenerme un rato más.
Desistí de seguir intentando averiguar algo más por este camino, y comencé a pensar que lo que estaba haciendo era un sin sentido, incluso consideré la posibilidad de que estaba perdiendo un poco la cabeza. Así que, con el tiempo, me fui olvidando del asunto.
Pero a comienzos de 1996, me desperté un día pensando sin motivo aparente en Panamá. Me vino otra vez de golpe la sensación, la obsesión por la idea de que aquellas notas a lápiz iban dirigidas a mí. Esa noche soñé con una selva, y con un indígena en taparrabos y con su cara pintada que repetía mi nombre. Fue un sueño tranquilo, incluso relajante. Desperté con la sensación de haber estado en un edén, y con la convicción de que debía ir a Panamá.
No lo pensé, pedí vacaciones en julio, reservé un vuelo al país del Canal en la fecha que encontré en El Aleph y volé hacia el país centroamericano el 19 de julio.
Cuando llegué al hotel, mientras chequeaba vi en el vestíbulo a un indígena que me recordó al de mi sueño. No me quitaba el ojo de encima. Curiosamente, en lugar de inquietarme, me dio tranquilidad. Después de dejar mi equipaje en la habitación, decidí bajar a buscarlo, pero ya no estaba. Pregunté por él en recepción, pero no supieron darme razón de aquel hombre, sencillamente no lo habían visto.
Los dos primeros días de mi estancia, visité varios lugares turísticos de la capital, incluido el famoso Canal. Afortunadamente ese día, cruzaba por allí el transatlántico más grande de la época, el Sun Princess, casi tocaba los dos extremos de la esclusa. Había oído mucho hablar del Canal, pero realmente no conocía su funcionamiento y quedé bastante impactado.
En una oficina de información en la oficina de turismo me hablaron de las comunidades indígenas existentes y de sus comarcas. Me llamó la atención especialmente la Comarca Emberá-Wounaan, cerca de la frontera con Colombia, porque en las fotos pude ver a hombres similares a los que había visto en mis sueños y en el hotel. Alquilé un vehículo y me fui para allá, concretamente a la capital Union Chocó, sin saber exactamente qué iba a hacer y qué es lo que me iba a encontrar. Incluso pensé que si contaba el por qué estaba allí, me iban a tomar por loco, pero ya había llegado demasiado lejos y no podía retroceder.
El Cacique, a quien también le llamaban Do, me dijo que en mis ojos veía otros objetivos para mi visita. «¿Qué vienes a buscar, amigo?», me dijo viendo mi azoro.
Cuando llegué tenían una reunión del Congreso General —que era el encargado de administrar la comarca, y en el que participaban con voz y voto todas las personas adultas—, para decidir algunos temas de las diferentes comunidades que integran la comarca.
Cuando finalizó la reunión, entre los asistentes creí reconocer al personaje de mi sueño. De lo que no tuve duda es que era el mismo que había visto en el hotel. Para mi asombro resultó ser el Cacique General, que me atendió con mucha amabilidad cuando me acerqué a hablar con él. Aunque me habló en castellano, de vez en cuando decía alguna palabra en su idioma y me lo traducía. Y lo primero que hizo fue explicarme que emberá y wounaan significan gente o personas y pueden llevar apellidos como buena gente, gente del río, gente de la montaña. Yo, por hacerme el ingenioso, le dije que el término español venía de la época en la que los romanos denominaban Hispania a aquella parte de sus dominios, y que por tanto a sus naturales le llamaban en el latín de entonces hispaniolus, del que derivó el actual término de español. El Cacique, que se llamaba Juan, aunque me dijo que también le llamaban Do, que quiere decir río, me miró con expresión comprensiva, pero en su mirada leí que lo que me estaba diciendo es que no hacía falta esa explicación. Me sentí torpe y pensé que me acababa de comportar como un estúpido etnocentrista.
—Hay visitantes que vienen a ver algo exótico y que incluso, en su ignorancia, les hace gracia cómo vestimos, aunque ya muchos no usamos el taparrabos tradicional, pero en tus ojos veo otros objetivos ¿Qué vienes a buscar, amigo? —me dijo viendo mi azoro, como quitando importancia a mi comentario.
Del rubor pasé en un segundo a la perplejidad. No esperaba algo así. No me atrevía a decirle toda la verdad, solo atiné a decirle que siempre me había llamado la atención Panamá por la historia de mi abuelo, que le conté, y que además había tenido un sueño en el que veía a una persona como él.
Sonrió de una manera que a mí me pareció que él sabía que no le había contado todo y que sabía todo lo demás. O es que yo ya estaba demasiado sugestionado por toda la historia y por estar donde estaba, sentimiento que se me fue un tanto por el sumidero de la realidad cuando me dijo que le había gustado la historia de mi abuelo y que él ya me conocía de Ciudad Panamá, me había visto en el hotel. Había ido a la capital del país a una reunión gubernamental.
De golpe sentí un silencio absoluto, fue solo un instante, como si todo se congelara: el sonido, el movimiento, la luz.
En ese momento sentí decepción. Eso desmontaba en parte la magia del viaje. Y me hizo sentir otra vez tonto, por dejarme llevar de manera tan irracional por supuestas señales que no solo la realidad no confirmaba sino que le daban una explicación lógica. Fuera como fuese el Cacique puso su mano en mi hombro, parece que le caía bien, y me invitó a quedarme en su casa y a participar en la noche en una ceremonia de bailes para celebrar la realización del Congreso, en las que las wera (mujeres) ejecutarían, entre otras, la danza del colibrí y la danza de las abejas, a las que al final, a la hora del chimbombó (una especie de cumbia con el que finalizan la fiesta) se incorporarían los ümakira (hombres).
En la noche, habían preparado diferentes platos tradicionales de la comarca: el Bodochi, con diferentes variantes, unos platos guisados con carne de la caza del día y otros eran de pescado ahumado; además cocinaron una sopa de pescado Jumpe Nembá. Mientras comíamos, el Cacique General y otros ancianos fueron contando leyendas e historias de su pueblo. Al final, cinco mujeres jóvenes con su atavío tradicional y sus pinturas hechas con el tinte de la jagua, un fruto cuyo líquido al oxidarse y al contacto con la piel se oscurece y permite hacer todo tipo de tatuajes, comenzaron a bailar y cantar, mientras los hombres tocaban diferentes instrumentos. También nos sirvieron chicha, una bebida alcohólica hecha de maíz fermentado. Animado por la fiesta y por la chicha, me puse el taparrabos de los hombres y me dejé tatuar todo el cuerpo, especialmente la cara. Eso me ayudó a integrarme más con aquella gente, porque el tinte tapaba bastante la blancura de mi piel, que no sé porqué me avergonzaba.
La fiesta continuó en el río Chucunagua, el más extenso del país. Allí cantaron las canciones del agua, imitando el sonido de los arroyos, ríos, océanos y nubes de tormenta. A la hora del chimbombó me invitaron a bailar. En ese momento, la chicha, y todo aquel entorno tan nuevo y excitante para mí, hizo su efecto. Cantaba y bailaba como poseído por el agua. Sentí que recorría el río siendo parte de él, cayendo como cascada, evaporándome en las nubes y cayendo otra vez en forma de gotas de lluvia sobre el río y las montañas.
Me sentía imitar el sonido de todas las aguas. Supongo que no lo hacía demasiado bien, como los que sin tener voz ni dotes para el canto tratan de cantar ópera, soltando un gallo aquí y otro allá. De repente me di cuenta de que estaba en una canoa en medio del río, solo. Apenas había luna, así que la oscuridad era casi absoluta. Veía la orilla muy lejos. Casi no podía ver ni oír a la gente con sus bailes y sus cantos. No sabía cómo había llegado allí y cómo me habían dejado montar en la canoa.
De golpe sentí un silencio absoluto, fue solo un instante, como si todo se congelara: el sonido, el movimiento, la luz. Allí, en medio de aquella oscuridad lo vi, vi el Aleph, y todo comenzó a moverse otra vez, con una gran celeridad. Vi todos los universos, todas las imágenes posibles, oí todos los sonidos, viví la eternidad concentrada en aquel punto, vi mi infancia y mi vejez, y la de toda la gente que conocía, toda la historia pasada que había leído en los libros y visto en películas y documentales, y el futuro sin fin, con imágenes que no podía comprender, y lo veía todo a la vez y sin superposición, como describía Borges en su obra. Mi cerebro no podía estar preparado para semejante explosión de información y sensaciones, y sin embargo los estaba viviendo. Por un instante me sentí morador, ciudadano de El Aleph.
Al ver que estaba recogiendo mis cosas, Juan se acercó y me preguntó otra vez qué había venido realmente a buscar y si lo había encontrado.
Lo siguiente que recuerdo, aparte de un terrible dolor de cabeza, fue a Juan, Do, el Cacique General, hablándome suavemente mientras me ofrecía una bebida especial para que me recuperaba. Estaba tendido sobre un montículo de maíz. Con los ojos todavía semientornados por efecto de la cegadora luz y de mi estado, a pocos metros, vi que un cerdo se aproximaba a lo que mi estómago debía de haber arrojado en algún momento, lo que me hizo vomitar otra vez. Juan me dijo que me habían dejado allí en la noche luego de recogerme de la orilla del río, donde me había metido para bañarme. Imitando mis gestos, Juan me contó que saltaba y gritaba y que, en su opinión, imitaba bastante bien el sonido del agua. Pero que cuando comencé a nadar hacia el interior del río, decidieron impedírmelo, porque seguramente, dado mi estado, me habría ahogado.
Mientras bebía aquel brebaje, que realmente templó mi cuerpo, vi que el Cacique y otras gentes del poblado, se reían a carcajadas señalándome. Ya, un poco despejado, recordé mi visión en medio del río. Curiosamente la tenía bien viva, como esos sueños que son tan reales que no te das cuenta de que lo estás soñando, y que cuando despiertas no puedes creer que no hubiera sido real.
Al mediodía ya estaba mejor y decidí regresar a Ciudad Panamá y adelantar mi vuelo de regreso. Me sentía otra vez decepcionado por comprobar que cuando creía que estaba muy cerca de descubrir que lo que me había traído allí no era una locura, sucedió todo lo contrario, verifiqué que no era más que una infantil fantasía.
Al ver que estaba recogiendo mis cosas, Juan se acercó y me preguntó otra vez qué había venido realmente a buscar y si lo había encontrado. Su mirada me animó a buscar más profundo en mí la respuesta, y realmente me di cuenta de que, aunque no era exactamente lo que pensaba, sí que lo que acababa de vivir era realmente mágico. Además, tenía mucho material para escribir. El Aleph seguía vivo en mi.
Juan me acompañó al aeropuerto, y al despedirme me dio una figurita de Tagua, una semilla conocida como el marfil vegetal, con la que los emberá wounaan hacen artesanías. En ese momento no me fijé en el regalo en sí sino en el gesto y abracé al Cacique y le di las gracias.
En el avión, saqué la figurita de la pequeña mochila que llevaba como equipaje de mano. La cabeza volvió a darme mil vueltas: era una reproducción exacta y a escala de la esfera de el Aleph que Borges describe en su libro, y que yo vi en el río, con una inscripción que decía: todos los universos están en ti.
* Referencia de Josemi
Más Cultura
-
Remixes
El concepto «remix» está directamente relacionado con la música de baile. Su significado es bien simple: volver a mezclar o remezclar, y parte del vocablo…
-
Alforja campesina
Carlos Mejía Godoy, el talentoso cantautor que conocemos por «Son tus perjúmenes mujer» y «Nicaragua, Nicaragüita», hoy en el exilio de su patria querida, nos…
-
Un acercamiento al pensamiento de Luis Melgar Brizuela
El poeta, ensayista e investigador literario Luis Melgar Brizuela nació en Suchitoto en 1943. Estudió literatura en la Universidad de El Salvador. En 1968, junto…
EN ESTA EDICIÓN
-
Duarte besa la bandera, Roberto elige el día
Miguel Ángel Chinchilla reúne en su obra, Recogiendo cadáveres, fragmentos de las vidas de monseñor Óscar Arnulfo Romero y Roberto D’Aubuisson. Organizado en cuatro capítulos,…
-
Remixes
El concepto «remix» está directamente relacionado con la música de baile. Su significado es bien simple: volver a mezclar o remezclar, y parte del vocablo…
-
Edgar Romero: «No existe el riesgo cero»
Cuando aquel caballero llegó a la casa de la preocupada mujer a notificarle lo sucedido, ella sólo preguntó: «¿Verdad que es cierto?». El hombre contestó…
-
El desnudo fotográfico de Milton Barahona
En el desnudo fotográfico incursiono en el desnudo erótico, el desnudo conceptual, el desnudo abstracto, el desnudo colectivo. El clic de mi cámara es mi…
-
«Miguel Ángel Chinchilla. Una manera de dejar un legado cultural»
La producción radiofónica no ha sido especialmente prolífica en El Salvador. Sin embargo, Miguel Ángel Chinchilla incursionó con fuerza en este terreno, dando el todo…